Cultura

Sabiduría deportiva

Con motivo del Concurso Literario ?Historias de mi Club? hemos recibido en el Departamento de Cultura una serie de obras que queremos compartir con todos ustedes. Hoy Jueves 28 de abril , publicamos el cuento premiado con el 2° puesto, SABIDURIA DEPORTIVA, Autora MARÍA MIRTA PASCUALI. Seudónimo: MARÍA IGLES.

Con motivo del Concurso Literario “Historias de mi Club” hemos recibido en el Departamento de Cultura una serie de obras que queremos compartir con todos ustedes. Hoy Jueves 28 de abril , publicamos el cuento premiado con el 2° puesto, SABIDURIA DEPORTIVA, Autora MARÍA MIRTA PASCUALI. Seudónimo: MARÍA IGLES.

Sabiduría deportiva

Elsa y Oscar en el bar.  Yo observo y escucho.  El mozo le sonríe para no hacerla sentir incómoda por romper la copa y derramar casi toda la botellita de agua sobre la mesa y el piso.  La picada se salva y a él parece no importarle si ella se mojó o si algún vidrio la lastimó.  Algo a unos metros lo retiene.  Las manos de Elsa se movieron de manera desmedida,  su cuerpo necesitaba sacar la energía para no reventar y en uno de esos latigazos la copa cayó.  Es que cuando entraron al bar él ya estaba en otra, lo vi y ahora está molesto porque el mozo le recordará todos los días el momento en que su chica tiró la copa y graciosamente intentará cobrársela.   Se molestará no por tener que pagarla sino porque alguien le recordará una mujer y es que solo él decide cuándo recordar una.  Apoya el brazo derecho sobre el respaldo de la silla para tener bien aceitado el vaivén de su cuerpo desde la mesa que eligió hacia el mostrador.  No hablan y ya dos veces Oscar abandonó el silencio de Elsa para incursionar en aquel rincón del bar.  No deja de golpear sus nudillos en los dientes,  ansioso.  Esquiva el cuerpo de Elsa y se asoma por detrás de su hombro,  mira, busca.  Saluda a una rubia descuajeringada que no vale nada pero quién sabe.  Ella conoce sus historias de amor inconclusas y efímeras, y siente curiosidad por saber qué puede depararle.  Y hace una de esas preguntas inoportunas para un hombre como este.

—¿Estuviste enamorado alguna vez?

Es que ella cree que tanto desamor y descreimiento solo se puede explicar con un amor pasado traicionado, y de paso, encuentra justificación para su amor apático,  errante y ambivalente.  Si la respuesta es un sí,  es un alivio,  estuvo enamorado,  lo defraudaron y por eso ahora presta resistencia.  Si la respuesta es un no,  entonces le quedan esperanzas.  La mira,  ahora las yemas de los dedos en la boca,  nervioso.  Estira las piernas,  no se chocan con las de Elsa,  se sentó en la otra mesa,  en diagonal a ella para restarle intimidad al encuentro o quizás para tener el horizonte despejado.  Se contorsiona para mirar hacia el mostrador,  ella espera la respuesta.  El mozo se acerca:

—Ya salen—dice y cambia el platito de maníes por uno lleno.

Oscar levanta las cejas y las sostiene así,  levantadas,  el tiempo justo que ella necesita para comprender un “no sé”.  Le hace un gesto al mozo,  con la palma de la mano moviéndose de abajo hacia arriba varias veces.  Se acaba de incorporar el sonido de la televisión.  Ella se molesta,  se le nota, no hay ni una condición dada para que este encuentro sea parecido a lo que imaginó hace diez minutos.  Él lleva su cuerpo hacia  atrás,  pega su camisa de jean en el respaldo de la silla,  toca su pecho con las dos manos como sosteniendo el corazón para que no se le caiga y declara sin piedad que hablar de esos temas lo asfixian.  Otra vez,  un giro sobre su hombro derecho y otra asomada sobre el izquierdo de Elsa.  Se comió todos los maníes,  no le pregunta si quiere algo.

—¿Qué mirás?

—Nada.

Mentira, mira.  Se queda pensativo buscando una frase que le asegure el fin de las preguntas.  Ella acaba de comprender que nunca la amará como quisiera y que el chocolate que le regaló un rato antes es la máxima expresión de amor que puede esperar de este hombre.  Baja la cabeza para pensar qué hacer o qué decir,  no sé si se está acomodando en la silla o intenta irse.  Él continúa con la atención allá y no vuelve a Elsa.  Ahora parece importarle algo,  lleva todo su cuerpo hacia la mitad de la mesa,  Ella se acerca,  él le sonríe,  solo con los labios porque sus ojos la  atraviesan con indiferencia y llegan al mostrador.  Apoya los codos sobre la mesa,  se le aquieta la mirada,  se relaja,  hay placer en su cara.   Ella lo mira,  envidia esa expresión,  nunca lo vio mirarla así.  No quiere entrar en comparaciones por temor al resultado,  sabe que lo está perdiendo,  o por lo menos que esa noche ya no es para ella.   La mira, vuelve la vista al mostrador:

—No me defrauda,  nena,  me da tantas alegrías—proclama con éxtasis y con un suspiro que de mínima le hizo recordar los campeonatos de los últimos dos años.

Elsa confirma que su competencia está cerca y que es una batalla perdida,  o por lo menos una que decide no pelear.  ¿Cómo luchar contra semejante despliegue de habilidad, precisión y energía?  Su relato continúa,  describe su enamoramiento,  disfruta. 

—Amante perfecto,  sabés,  como los que a mí me gustan,  que no joden.  Nos vemos poco y me explota el corazón cada vez que aparece.  Es una emoción acá—Y ahora las palmas de la mano golpean su pecho y los dedos vuelven a la boca.  Elsa no habla.  Inmóvil,  con algo de repulsión por lo que escucha.  Puede parecer que encontraron un tema de conversación,  pero no,  él habla solo,  no espera respuestas a sus afirmaciones.  Sigue:

—Ya desde chico prefería su compañía antes que los bailes de adolescentes con minita asegurada.   Un compañero incondicional.

Ella resiste,  siente envidia,  ¿cómo competir?  Él está inmóvil,  grita, se desarma en la silla,  se arma, se para.  Para él Elsa no está ahí,  me da pena,  la invitaría a mi mesa,  a mí no me interesan los deportes.  Con razón el tipo cuando entró se quedó pensativo un rato,  ahora me doy cuenta de que eligió esa mesa para que todas las pantallas le quedaran a mano.    Ella se resigna y pide un té, debería haber pedido otra cosa.  Ya sabe que ese que lleva el primer lugar en el corazón de su hombre no se irá por los siguientes ciento cinco eternos y cronometrados  minutos colmando la pantalla y todo el bar,  porque ahora otros Oscar se suman al griterío.   Los primeros cuarenta y cinco merecen otro relato, se los debo,  ahora comienza el entretiempo y decido irme.  Se me hizo más largo que a Elsa,  creo.  Paso por su mesa y miro a Oscar con envidia,  en definitiva es para envidiar tanta pasión;  y a ella con compasión,  me pregunto cómo una mujer de su edad no aprendió todavía que, a los hombres, con la madre, su tamaño y el fútbol hay que seguirles la corriente.  Es una batalla en la cual no hay que gastar energías ni perder el tiempo, si una mujer lo comprende tiene ganada parte de la sabiduría que necesita en su vida.  Estoy detenido al costado de su mesa para estas reflexiones, me gusta la pareja, pienso.  Ahora él le explica con vehemencia  varias de las jugadas y mitad perplejo y mitad fascinado la toma de las manos,  la trae hacia su cuerpo, la besa, sí,  la besa,  ¿vieron?:

—¡Nena de mi vida,  3 a 1!

Exultante y romántico, parece que la quiere un poco más que ayer,  con ese amor que solo El Fortín puede suscitar.  Y el mozo,  con el control remoto en la mano,   la salva otra vez: 

—¿Algo más para la señora?—le sonríe mientras choca los cinco con Oscar y ametralla con la tregua de un zapping relajante y embustero que Elsa disfruta mientas Oscar la besa.

María Igles