Vélez Magazine

Vélez vs Boca | Nacional 1981

El 12 de diciembre de 1981, Vélez visitó a Boca en la Bombonera para disputar el choque de ida por los cuartos de final del Torneo Nacional. La mira de este texto estará centrada en esos dos duelos (ida y vuelta) e incursionará en múltiples vericuetos que maquillaron dichas bregas. La prosa del gran Gabo Martínez nos lleva a develar la historia detrás de la historia conocida y viajar en el tiempo.

De a poco, el escenario de la calle Brandsen se transformaba en la franja de Gaza, era un hervidero. El asunto estaba caliente y la temperatura subía. Estábamos en el infierno, o peor aún, en la cocina del infierno.

El 12 de diciembre de 1981, Vélez visitó a Boca en la Bombonera para disputar el choque de ida por los cuartos de final del Torneo Nacional.

 

La mira de este texto estará centrada en esos dos duelos (ida y vuelta) e incursionará en múltiples vericuetos que maquillaron dichas bregas.

 

La eliminación de la Copa Libertadores en semifinales y el discreto certamen plasmado por los subordinados de Jorge Solari en 1980, forzaron a la Comisión Directiva a discontinuar el vínculo con el rosarino y abocarse a la búsqueda de un nuevo entrenador. El Presidente de entonces, Ricardo Petracca, un tipo noble que abrigaba entre ceja y ceja el sueño de atrapar un título, apeló a las recetas convencionales, tal vez equivocadas, para alcanzar ese propósito. Contrató al técnico de mayor reputación del momento, Reinaldo Volken, un corpulento ex mediocampista del Club en los 50 de exitoso recorrido en Unión de Santa Fe y liberó la chequera para traer a una carrada de futbolistas (mediocres) para satisfacer sus antojos. Para cubrir las vacantes dejadas por?anote o memorice: Larrosa, Washington Villar, Eduardo Asad, Savini, Orlando Ruiz, Malaquín, el uruguayo González, Lulú Sanabria, Ricardo Sparks, Carlos Aloi, Julio Falcioni, Armando Quinteros, Osvaldo Damiano, Miguel Bianculli, Freddy Clavijo, Omar Da Fonseca y Norberto Rotondi; la Institución adquirió las fichas de La ?Foca? Landaburu, Carlos Trucco, Abel Moralejo, Hugo López, Héctor Gómez, Horacio Rodríguez, Dante Sanabria, Hugo Saggioratto y Alfredo Torres.

 

Volken enterró en su breve estadía en Liniers todo lo óptimo hecho en Santa Fe. El equipo nunca funcionó, o lo hizo bien solo por espasmos. Amante del manual del contrataque, conservador en sus esquemas, lidió además con algunos ?pesados?  disgustados con su perfil de juego. Los magros resultados cosechados y la enorme inversión realizada le sabotearon el crédito. Concluido el Metropolitano en el 11º escalón, Don Reinaldo voló (sin fortuna) con su pizarra hacia otros lares.

En medio de tanta arena, solo resaltó un oasis: El 15 de abril sus dirigidos le robaron en el Amalfitani, un invicto de once encuentros a Boca, luego campeón, con una superlativa actuación del back Omar Jorge (borró del terreno a Diego Maradona con una inusual limpieza) y una anotación talento puro de Dante Sanabria que rubricó el 1 a 0 definitivo.

 

Mientras Volken volaba, para escapar del incendio se recurrió al bombero que solía aparecer cuando las llamas eran incontrolables: El elegido para aplacar el fuego y afrontar el Torneo Nacional  fue el histórico formador de juveniles Juan Carlos Montaño. La realidad indica que en ocho meses se sentaron en el banco tres coachs: Jorge Solari, Reinaldo Volken y Juan Carlos Montaño. Un canto a los proyectos largoplacistas.

 

El sistema con condimentos estéticos de Montaño contenía mayor audacia que el método de su colega cesanteado y rápido, el elenco ejecutó con sobriedad la partitura del director y creció en la tabla de posiciones hasta conseguir la clasificación (2° en la zona B detrás de Independiente) para las instancias decisivas de la competición. En el reparto de rivales le tocó el Boca de Marzolini (reciente ganador del Metro) que se adjudicó el grupo D.

 

El miércoles 2 de diciembre Vélez debía desplazarse a territorio xeneixe. El desquite sería el domingo siguiente en el Amalfitani.

 

Aquel miércoles a las 17hs Pepo, Condorito (por la napia), Copita (por lo que chupaba), el Ruso Jaime y yo, nos juntamos en la esquina de Rivadavia y Timoteo Gordillo para tomar el ?46? que nos trasladara a la Boca.

 

Antes de subir al bondi, me permito hacer un meandro en el camino de este relato para enaltecer la tarea del colectivero de los años 60, 70 y 80. El asunto era así: en esos períodos  no había tarjeta Sube ni máquinas para monedas. Trato de resumirlo con un simple ejemplo: Al subir al rodado la Pepo dijo ?saco yo? y lo ametralló al conductor del transporte público con un: ?dame cinco (boletos) de $ 3.25?. El tipo, antes de rendir el test de manejo, debía aprobar un examen de matemáticas con similares calificaciones que un Pitágoras. Movía el cuello, relojeaba un par de segundos la foto de Gardel que colgaba del espejo central retrovisor, ganaba tiempo para hacer el cálculo y afirmaba con absoluta seguridad ?$ 17.25?. Acá arreciaba el segundo problema. La Pepo le garpó con $ 50.00, por lo que el capo del mundo de los veintiún asientos volvía a introducirse mentalmente en capítulos escritos por Arquímedes y en un periquete le daba los $32.25 de vuelto. Existían dos tipos de choferes, el ordenado y el despelotado. Ambos tenían a la izquierda del volante un cajón de madera en el que depositaban la guita del pasaje. El ordenado, en cada detención en un semáforo, se ocupaba de planchar y acomodar los billetes de distinta denominación en compartimentos diferentes con absoluta prolijidad. El despelotado los tiraba a la marchanta. La consecuencia era que para darte el cambio el tipo debía hurgar una eternidad dentro de la mencionada gaveta  porque era imposible encontrar  el billete buscado.

 

Otras contrariedades. No había caja automática sino manual (el muñeco usaba los dos pies para los tres pedales). El asiento era revestido con unos alambres (o algo similar) forrados de plástico, supuestamente para que no transpirara, pero en el verano la mayoría de estos sufridos proletarios debían ponerse un almohadón bajo las cachas para evitar que se pasparan las bolas. La troqueladora de boletos tenía al menos 6 secciones (dependiendo de la línea) identificadas con un color y este humilde jornalero debía cortar cada boleto en el lugar exacto para no dejar el número afuera,  número que protegía al usuario ante un eventual accidente. Un quilombo.Para descender, se tocaba el timbre y era innecesario que el vehículo, como sucede en la actualidad, fuera a una velocidad menor a los 5 Km. En invierno, enfrascado en las complejas tareas detalladas, este sacrificado individuo, en general, acostumbraba olvidarse de cerrar la puerta trasera, hasta que uno de los pasajeros ubicado de pie en el medio del pasillo, garcado de frio, gritaba ?¡¡¡puertaaaaa!!!?. A esa altura de los acontecimientos los sentados en la hilera del fondo, de cinco butacas, yacían criopreservados como Walt Disney.

 

Una a favor para esos abnegados laburantes. Aunque llevaran cash en las cajitas manejaban tranquilos, no los choreaban ni les cortaban los dedos. La sensación de inseguridad estaba dormida, despertó en las últimas dos décadas.

 

Llegamos a la República de la Boca a las 18,30 hs. El horario de inicio del reto era las 21 hs. No había expendio anticipado de entradas, ni ticketek, ni venta on line. De las diez ventanillas aptas para vender las entradas solo se habilitaban?tres. Emputecerle la vida a la gente es una típica costumbre argentina. Pese a que faltaban dos horas para el comienzo,  delante de la Pepo, el pagador, había al menos cien hinchas, ansiosos, como nosotros, por conseguir una ubicación. Dos metros antes de arribar a destino, el Ruso Jaime hurgó en sus bolsillos, puso cara de boludo y soltó sin inmutarse ?¡Qué cagada! Me olvidé la guita ¿y ahora qué hago?? La realidad es que no hizo nada. Nuestra solidaridad (una vaquita) impidió que el Ruso viera el partido subido a un poste de luz desde Casa Amarilla.

 

Cuarenta y cinco minutos antes del pitazo inicial, ascendimos las interminables escalinatas de La Bombonera, mezclados con los millares de simpatizantes del Fortín. Los escalones nos guiaron hasta la segunda bandeja (después vedada por Mauri) que ya lucía repleta y adornada con trapos azules y blancos.

 

Los registros de época indican que pagaron su localidad 30.743 personas, súmele los socios locales, los protocolares y los colados, la cancha estaba hasta los huevos, había al menos cincuenta mil almas.

 

Un cuarto de hora antes de las nueve, en medio de los canticos de aliento ensordecedores se coló la Voz del Estadio que en tono formal anunció las alineaciones. El Boca campeón de Marzolini saltó a la cancha con casi todo su firmamento de stars; Carlos ?La Pantera? Rodríguez; José María Suarez, Roberto Mouzo, Oscar Ruggeri, Carlos Córdoba; Jorge José Benítez, Ariel Krasouski, Diego Maradona; Osvaldo Escudero, Ricardo Gareca, Hugo Perotti. En el vestidor visitante Montaño pateó el tablero en la charla previa. Un antecedente de marca eficaz de Moralejo, un especialista, sobre el divo de Fiorito en un enfrentamiento del pasado entre Quilmes y Argentinos Jrs persuadió al entrenador de introducir una variante inesperada. El DT se paró ante Abel Moralejo y le exigió: ?Vos no jugás, pero el 10 tampoco?. Montaño, con una clara misión por cumplir, incluyó a Moralejo (ex Quilmes, frecuente relevo) entre los titulares y postergó al Negro Cabrera o Ricardo Roldán habituales integrantes de la escuadra ideal.

 

Vélez formó con Jorge Bartero; Pablo Segovia, Osvaldo Piazza, Omar Jorge, Juan Carlos Bujedo; Moralejo, Larraquy, Carlos López; Castro, Bianchi y Comas. Las tribunas estallaron cuando los conjuntos irrumpieron desde los túneles al campo de juego. El longilineo árbitro Carlos Esposito pitó y arrancó la contienda. Cantando, saltando y alentando sin respiro vimos una primera etapa fea, trabada, friccionada, plagada de infracciones. Se jugaba con los dientes apretados, a cara de perro. El sabueso Moralejo se estampilló al Diegote y, si bien no lo golpeaba, lo maltrataba con empujones, agarrones y toques leves pero efectivos para frenarlo. Lo parlaba y lograba desestabilizarlo anímicamente. El actual novio de Rocío Oliva o Verónica Ojeda o quien sea, manifestaba fastidio. Su cancerbero, con disciplina draconiana, conseguía su cometido. El papá de Dalma no tenía injerencia en el juego, no la tocaba. La marca era desleal pero antaño el arbitraje era más permisivo.

 

El primer capítulo, horrible, se clausuró sin situaciones de riesgo para apuntar.

Los equipos no efectuaron variantes para la reanudación. Se auguraba un trámite de similares características.

 

A los quince minutos lo latente se materializó. La mecha se encendió y enfiló en línea recta hacia el polvorín. Cacho Córdoba le fue con plancha a Pedrito Larraquy con la clara aspiración de lastimarlo y el capitán, raro en él, contestó a la agresión con un cross a la jeta del atribulado lateral quien quedó nocaut tendido en la gramilla. Este episodio fue el punto de partida para las hostilidades. Los veintidós protagonistas se arremolinaron en un costado del rectángulo, se empujaron, se insultaron y se trabaron en una generalizada trifulca. Tras un rato interminable de tensión, desactivado el brote bélico y mientras Córdoba escuchaba (¿escuchaba? Para mi seguía desmayado por el tortazo) la cuenta de protección (le podían contar hasta mil que no se despertaba) Espósito le mostró el cartón rojo a Larraquy (irreprochable) y en medio de la confusión por el tumulto, mientras Córdoba iba en camilla hacia los camarines o hacia el Fiorito, le sacó la roja al desvanecido futbolista. Esta maniobra (la roja a de Espósito a Córdoba) solo fue advertida por un puñado de espectadores ya que el resto estaba atento a otros focos de conflicto.

No sé si Marzolini se hizo el boludo o no se dio cuenta. El blondo DT mandó a calentar a Hugo Alves y ordenó el cambio: Alves ingresó por el ?expulsado? Córdoba. Sumido en el desconcierto Esposito no se avivó de la movida y permitió la modificación. Sus colaboradores (el banderín amarillo y el solferino), despistados,  tampoco se percataron de la acción antirreglamentaria y el cuarto árbitro (denominado comisario deportivo) siempre estaba al pedo. Su única función era oficializarle los resultados al Gordo Muñoz apenas terminados los partidos. El Ruso Jaime se desgañitaba a los gritos apoyado en un paraavalanchas ?¡Juegan con uno de más, la puta madre!? como si alguien en medio de los alaridos de cincuenta mil cristianos pudiera oírlo. Hugo Alves (capitán del Juvenil campeón del mundo en Japón) estuvo en el field cerca de cinco minutos de manera ilícita. Transcurrido ese lapso le notificaron (quien fue el avispado nadie lo sabe) al referí de la irregularidad y Alves volvió a sentarse en el banco de suplentes.

 

A los 19 minutos ambos conductores tácticos despertaron del letargo y decidieron mover fichas. Miguel Brindisi y Juan Domingo Cabrera se aprestaban a reemplazar al uruguayo Krasouski y al Pepe Castro respectivamente. Antes de llegar la autorización del juez, según fuentes confiables, al Negro Cabrera se le soltó la lengua contra el talentoso mediocampista de ojos celestes. Miguelito se enfadó, se le chispoteó la cadena y decidió imprimir los cinco dedos de su puño derecho en la mestiza trompa del volante defensivo velezano. Ambos entraron, pero con una sutil diferencia entre uno y otro, el Negro lo hizo con el rostro semideformado. Otra escaramuza, otro bidón para alimentar la Molotov.

 

De a poco, el escenario de la calle Brandsen se transformaba en la franja de Gaza, era un hervidero. El asunto estaba caliente y la temperatura subía. Estábamos en el infierno, o peor aún, en la cocina del infierno. A los 25, en otra escena de pugilato, se fueron antes a las duchas el Negro Segovia y el Chino Benítez. Nueve contra nueve. En un intermedio,  Bianchi le tatuó el codo en la nariz a Roberto Mouzo (en los vestuarios, sin arrepentimiento, pero como si su declaración lo absolviera de culpa confesaría: ?me equivoqué, el codazo era para Ruggeri). A los 35, con los huevos inflados ante una enésima infracción de Moralejo, Maradona reaccionó de mala forma, y Espósito apeló a la solución salomónica, los rajó a los dos. Ocho contra ocho.

 

Con huecos y espacios por todos lados se abrió el pleito y se tornó en un palo a palo, un ir y venir entretenido. A los 40 Bujedo apareció como un oportunista  por el segundo palo y de cabeza anotó el 1 a 0(su primer gol en la máxima categoría). La popular velezana era una sucursal de la alegría. El Ruso Jaime revoleaba el kipá como un frisbee y dejaba a un lado la rígida ortodoxia religiosa. Al tercer revoleo y mientras la pequeña gorra ritual regresaba como un búmeran, empato el Cabezón Ruggeri en una arremetida y Jaime debió clavarse el kipá entre las nalgas emulando un posnet.  Sobre el final el wing Hugo Perotti desniveló la contienda con un zurdazo bajo descargado desde la medialuna. En un par de minutos cerró la sucursal de la alegría y le vendió el fondo de comercio a la sucursal de la desazón. A llorar a la iglesia, los partidos duran 90 minutos. Game over. Boca 2- Vélez 1.

 

Salimos de la cancha cercados por el desencanto. En la terminal del ?46?aguardaban en fila india como diez mil monos con ganas de volver a casa. Llegamos a Liniers a las dos de la matina. El interminable viaje de regreso obró como un disparador para hacer una evaluación de las bajas de cara a la batalla revancha programada para el domingo siguiente en el Amalfitani. Las tropas de Marzolini habían perdido tres milicianos: Benítez, Córdoba y Maradona, y registraban un herido, Mouzo. El regimiento de Montaño había sufrido tres caídas: Moralejo, Segovia y Larraquy, en tanto el soldado Cabrera estaba en duda, seriamente averiado.

 

El combate final se desarrolló en Liniers el 6 de diciembre. El pacificador elegido para arbitrar la lucha fue Teodoro Nitti. Los diarios de época afirman que se vendieron 33.885 entradas. Se reiteraba, más o menos, el número de asistentes que estuvieron en la Bombonera. La cancha volvía a estar hasta los huevos. Firmaron la planilla de Vélez estos apellidos: Bartero, H. López, Piazza, Jorge, Bujedo; Cabrera, R. Roldán, Carlos López; Castro, Bianchi y Comas. Los representantes xeneixes  fueron: Rodríguez; El Colorado Súarez, Mouzo, Ruggeri, Alves; Passucci, Krasouski, Brindisi, Trobbiani; Gareca y Perotti.

 

El reloj marcaba cinco minutos cuando Bianchi aprovechó una exquisita asistencia del zurdo López, arqueó su pie derecho, y desde la posición de diez, sometió a un Flaco Rodríguez frío e inmortalizó su gol más famoso en la era de la TV en colores. Golazo. 1 a 0.

A los 37, Ricardo Aniceto Roldán lustró el obús de su pierna derecha y disparó desde unos 35 mts. El proyectil con forma de balón dobló en el aire y se incrustó en el ángulo derecho del arco rival. Golazo. 2 a 0.

 

Boca era una patrulla desdibujada, sin rumbo.  Vélez un grupo prepotente, avasallante. El primer capítulo finalizó 2 a 0. La tribuna local era un carnaval donde se desplegaba  todo el arsenal de cotillón dispuesto para la ocasión. Un cochinillo vestido con un pullover  azul y oro volaba de mano en mano (hoy estaríamos todos denunciados por la sociedad protectora de animales). El pogo alcanzaba su punto cúlmine.

 

La segunda parte arrancó con otro balazo de un francotirador. A los ocho minutos, Comitas dibujó una diagonal por la izquierda y desde el vértice del área grande fabricó un zurdazo alto y cruzado que se amuró en la intersección de poste izquierdo y travesaño de la meta defendida por Rodríguez. Golazo. 3 a 0. ¿Partido liquidado?

 

Descontó Ruggeri con un cabezazo a los quince minutos. El gol de visitante valía doble. La clasificación a las semifinales pendía de un hilo. En el terreno y en el cemento ocupado por la parcialidad local reinaba un indisimulable cagazo. Los fortineros estábamos apichonados.Montaño suplió a un delantero (Castro) por un defensor (Scigliano) para aguantar la arremetida bostera. Había que aplacar el ritmo, detener de cualquier modo la embestida. Un reconocido hincha, Tato, se encargó de la empresa. Saltó el alambrado de la popular oeste, entró al campo con un ataúd decorado con tonos azules y amarillos, depositó el féretro en el círculo central, miró hacia las gradas visitantes, se agarró los huevos, ensayó un corte de manga y huyó despavorido hacia su lugar de origen. Tato logró el propósito buscado, el partido se detuvo, enfrió al rival y la lucha se emparejó. Una aparición rebotera de Brindisi generó un susto pero el team había recuperado el control de las acciones y se mostraba sereno. Un Beto Maceira adolescente escondía las pelotas para descelerar el ímpetu de los guerreros adversarios (una tradición criolla centenaria). Nitti levantó sus brazos, sopló su silbato y determinó el fin de la batalla. 3 a 1.

 

El cochinillo volvía a saltar de mano en mano y crecía en musculatura para acodarse en un horno o una parrilla. Flameaba la bandera azul y blanca. Luego de un par de batallas inolvidables, Vélez ganaba la guerra y el pase a semifinales del Nacional. River se consagró campeón del Torneo. Vélez, castigado físicamente tras los intensos combates, sucumbió ante Ferro.

 

El fútbol posee varios de los condimentos de una guerra. Los más visibles son la táctica, la estrategia y dos bandos en pugna tras el mismo objetivo, el triunfo. Once hombres de pantalón corto, son la espada del barrio, la ciudad o la nación. Estos guerreros sin armas ni corazas exorcizan los demonios de la multitud. En cada enfrentamiento entre dos equipos entran en combate viejos odios, y amores heredados de padres a hijos. El estadio tiene torres y estandartes, como un castillo, y un foso hondo y ancho alrededor del campo. Al medio, una raya blanca señala los territorios en disputa, en cada extremo aguardan los arcos que serán bombardeados a pelotazos, y ante los arcos, el área se llama zona de peligro. En el círculo central, los capitanes intercambian banderines y se saludan como el rito manda.

 

Ah?un detalle para bajarle el telón a esta crónica. El Ruso Jaime, un fenómeno, devolvió la guita de la entrada del cotejo de ida, y en Liniers, enroscado en el júbilo por la resonante victoria, se entregó  en cuerpo y alma al festejo, revoleó por los aires el kipá (aunque había borrado de su cerebro la fórmula del efecto búmeran) y lo perdió. Quizás ese simbólico gorro negro que cayó al hormigón del Amalfitani hoy es un apoya-vaso en un hogar velezano.

 

Valió la pena el sacrificio. Kipás se consiguen en cualquier tienda, gestas como las narradas son artículos que no abundan.

 

Gabriel Martínez