Cultura

NUNCA ES TARDE

Con motivo del Concurso Literario ?Historias de mi Club? hemos recibido en el Departamento de Cultura una serie de obras que queremos compartir con todos ustedes. Hoy Jueves 19 de Mayo , publicamos el cuento premiado con el 5° puesto, NUNCA ES TARDE, Autor JUAN CARLOS DI BERNARDO.

5° Premio “NUNCA ES TARDE … “

JUAN CARLOS DI BERNARDO. Seudónimo: RAPISARDI


NUNCA ES TARDE

Durante el transcurso de la tarde no había aflorado el recuerdo de aquel partido ante Huracán en el ´71. Perdón, perdón..., en verdad había aparecido, pero sólo una vez. Fugazmente. Fue cuando le comenté a mi hijo que yo me había ubicado en el mismo sector aquella vez. 

Creo que él no me escuchó. Por suerte; pues si lo hubiera hecho yo me habría encontrado, casi con seguridad, en la obligación de responder alguna pregunta que nos hubiese llevado a  profundizar sobre el asunto. Y considero que no resulta aconsejable tocar temas que reavivan penas cuando uno se halla a  minutos de la posibilidad que éstas queden redimidas. Por eso digo por suerte.

Convengamos que no fue una tarde normal. Por primera vez en mi vida acudí a un partido de fútbol con dos barbijos en el bolsillo de la campera. Sí, dos; uno para el pibe, otro para mí.

Desde el principio lo tuve claro: la supuesta —y a esa altura incomprobable— exageración de los medios periodísticos sobre los efectos de la gripe A sería el argumento al que recurriría para echar por tierra cualquier acusación de sujeto irresponsable que pudiera recibir. Para mis adentros, sin embargo, no tenía justificación alguna. Podía, sí, ensayar la explicación de que cuando los sentimientos son demasiado intensos uno se dispone a correr riesgos.

Es cierto que no fue una tarde normal. En mi vida vi trozos de hielo de semejante tamaño caer desde el cielo, algunos de ellos sobre la cabeza del pibe y la mía. A partir de aquella tarde, nada que decir a quienes nos designan como dos cabezas duras.

El impacto de las frías piedras sobre nuestra anatomía no nos hizo mella. Es que estábamos en casa y cuando uno está en casa suele sentirse protegido suceda lo que suceda.

Daba la sensación de que no había transcurrido más que un puñado de minutos desde que el sol dejó paso al granizo, empujado por rayos tan potentes como algunos gladiadores que se veían por ahí abajo, detrás de los que iba surgiendo la noche  presta a repartir dichas y penurias, pero envuelta en un manto de misterio respecto al modo en que las dividiría.

Insisto, los cauces por los que avanzó la tarde no fueron los normalmente establecidos para el tiempo que hay desde el mediodía hasta el anochecer. Eso, quizá, fue lo que ayudó a mantener adormecidas las remembranzas que yo esperaba que resurgieran ese día.

Pero hacía el final, cuando la noche dirimía qué hacer con las dichas y  penurias, en apenas unos pocos segundos fueron tomando forma todas las imágenes del pasado.

Todo empezó en el preciso instante en que Sebastián Domínguez, recostado sobre la izquierda, envió el pelotazo; ahí aparecieron en mis retinas cientos de globos azules y blancos emigrando hacia el cielo, ansiosos mensajeros de una felicidad que no sería.

En el momento que Rodrigo López la peinó hacia el área volví a sentir el regocijo de ver aquel  racimo de hombres que daba rienda suelta a su algarabía sobre el cuerpo de Lamberti.

Mientras el balón viajaba por el aire regresó el nudo en mi garganta, el mismo que surgiera aquel lejano domingo de 1971, cuando Giribet venció al Gato Marín.

Apenas Monzón, el arquero quemero, dejó escapar el balón de sus manos, ante la intimidatoria presencia de Larrivey, reaparecieron esas lágrimas, ahora adultas,

nacidas en el preciso instante en que el juez Pestarino, implacable,  pitó aquel final, con festejo huracanense y manos vacías.

Y cuando Maxi Moralez le dio de lleno, del modo exacto en que se le debe entrar a la pelota en momentos como ese, me entremezclé con el  pibe en un abrazo desprolijo, visceral. Después me separé un poco de él, apenas un poco, como para poder verle la cara, y ahí sucedió lo increíble: no era la cara de mi hijo; era el rostro de mi viejo, mi finado viejo, llorando como aquella vez. Bueno, como aquella vez no; porque ahora lo hacía de felicidad. Es que treinta y ocho años después, con un “Globo” esta vez sí necesitado de triunfo, la noche se encargó de saldar una vieja deuda con los que llevamos la v en el pecho,  acariciándonos el corazón, cuando le llegó el momento de distribuir dichas y penurias.  

Juan Carlos Di Bernardo